1 may 2006

LA ESPERANZA

Por Alejandro Fabbri*
Hay dos fútbol de ascenso. Todo lo que se juega los sábados no pertenece a un único bloque compacto, bien distinto de la primera división. Hay, como en casi todas las cosas, categorías y clasificaciones. En la B Nacional se encuentran algunos equipos históricos de la Primera A venidos a menos, sea por resultados deportivos o por problemas económicos, más otros cuadros del interior del país que representan lo mismo o suman las ilusiones de una ciudad, de una provincia por ubicarse en la máxima distinción, la A.
Entre las dos categorías amateurs, las dos más pequeñas, hay un universo repleto de pasión y de peleas barriales. Es la Primera B metropolitana, donde conviven viejos equipos con una rica historia entre los grandes y otros que se han incorporado para pelearla y buscar el reconocimiento popular. Por eso, ahí andan por un lado Atlanta, Platense, Tigre, All Boys y Témperley y en el otro rincón Tristán Suárez, Cambaceres, Brown de Adrogué, Flandria y el Argentino rosarino, por ejemplo. Un torneo emotivo, donde todavía hay hinchas propios. Esos que siguen de corazón al equipo de su infancia y no lo dejan, a pesar de que los éxitos son un lejano recuerdo y el futuro amenaza enturbiar aun más la vida deportiva.
Bajando un escalón más, llega la lucha contra los molinos de viento. ¿Cómo hace un chico, algún futbolero de alma, para encariñarse exclusivamente con un cuadro de la cuarta o la quinta categoría del fútbol argentino? Porque salvando a los chicos de las inferiores, a las familias de los jugadores, a los directivos y sus entornos, a aquellos vecinos de siempre, se hace casi imposible amar unicamente a un equipo chico, pero muy chico. Lo mejor que puede pasar es que haya cariño por uno y amor por un poderoso, alguno que le permita al hincha sentirse importante, pertenecer a alguna gesta ganadora.
Sin embargo, locos todavía quedan. Excursionistas, Villa Dálmine, Sportivo Dock Sud, Argentino y Deportivo Merlo, Colegiales, San Miguel, Ituzaingó, Comunicaciones, nunca jugaron en primera A, pero supieron mojarle la oreja a algunos poderosos del ascenso. Tiene su público, tienen sus seguidores, más allá de que no pueden ascender porque no se dan los resultados. Claro, en sus pequeñas tribunas hay camisetas de los grandes del fútbol argentino. Esos chicos que a la hora de definirse eligen un rico y un pobre, un bueno y un malo, el brillo de una camiseta campeona y la tela simple de un equipo de barrio. Ellos sí pueden convivir con dos sensaciones diferentes. También existen en la Primera D, porque alientan a Liniers, a Claypole, a Juventud Unida o a quien sea, con la misma pasión y la misma ilusión. Saben, que esa ilusión es una quimera porque no hay manera de entreverarse en otro lado, no la hubo en otra época y hoy es imposible. Esa utopía los mantiene vivos, los hace creer por un momento que su rugido de gol puede conmover estructuras.
Que quede claro algo: sin estos equipos, el sábado no tendría sentido. El planeta futbolístico argentino no estaría completo. Sin esas canchas precarias, esos pocos hinchas saltando en las tribunas desvencijadas, el ascenso no existiría. Y ciertas historias, ciertos epopeyas de nuestro deporte más amado quedarían solamente para los que sueñan en grande y tienen con qué apoyar esos sueños. Nada hay más democrático que la ilusión de un hincha argentino de fútbol: desde Boca o River hasta Centro Español o Deportivo Paraguayo, todos creen que pueden. Si se sostuviera esa esperanza en otros aspectos de nuestra vida social, estaríamos hablando de un país distinto. ¡qué lástima que no nos demos cuenta!

* Periodista de Torneos y Competencias

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